Por: Ángel David Arias Correa Es curiosamente muy grato detenerse en estos días previos a la fiesta de San Valentín o día del Amor y la Amistad a contemplar por las calles y negocios la gran cantidad de regalos, adornos y corazones que tiñen de rojo todos los ambientes anunciando la llegada tan esperada de esta celebración; y ver a los enamorados adquirir obsequios para su pareja, y a los amigos hacer lo mismo.
Y es que, ciertamente se trata de una fecha muy hermosa, donde presenciamos un desfile de sentimientos muy nobles; todos en determinado momento tratamos de hacerle saber a ese ser querido y especial (pareja o amigo) la importancia que juega en nuestra vida, este sentir lo alimentamos por medio de algún presente, un signo, un detalle o un mensaje, pero sobretodo: demostrándole nuestro más sincero aprecio.
Tanto las parejas de novios y esposos, así como entre buenos amigos buscamos darnos un tiempo en estas fechas para manifestarnos cariño, admiración, Amor. Si miramos desde la óptica de la espiritualidad cristiana, nos damos cuenta que el ejercicio del Amor (en cualquiera de sus expresiones) es una de las más excelsas formas de alabar a Dios, puesto que, como San Pablo nos lo dice en su himno al Amor (cfr 1Cor 13): “Si no tengo Amor, nada soy” y “de la Fe, la Esperanza y la Caridad; la Caridad es la virtud más excelsa”.
El término caridad proviene del superlativo “caritas=amor”; de ahí que suponga un amor en extremo… ¡cariñoso! lleno de detalles y atenciones; debido a ello podemos darnos cuenta que el Amor es un entregarse al otro desinteresadamente, un ofrecerse, un compartir; lo cual abarca lo bello y hermoso de la vida, pero también las situaciones más dolorosas y difíciles.
Es muy importante pues, esta celebración; al festejar al Amor estamos homenajeando a Dios mismo aún sin saberlo. En un mundo donde los antivalores cada vez son más perceptibles de una manera tan descarada, quien se esfuerza por vivir en Dios se convierte en esa vela puesta en lo alto, en esa sal de la tierra de la que el Evangelio nos habla, se hace el Alter Christus: la promesa de Dios hecha vida; y por consiguiente Dios está presente en aquella pareja de novios, en la familia que une a los esposos y en la fraterna amistad bendiciendo y consagrando esa expresión del Amor.
Así pues, esta festividad deberíamos tomarla no sólo como un evento fraterno, social o de pareja, sino como toda una liturgia que se lleva a la vida, y que además va envuelta en un gran papel para regalo: Amándonos los unos a los otros como Él nos amó.
¡Hasta aquí parece todo ir bien! pero hay una cuestión que queda al aire… Si tú y yo, solamente amamos a nuestros amigos: ¿Qué hacemos de extraordinario? ¿Acaso no hacen eso mismo los fariseos? Como católico: ¿será preciso cambiar algo HOY para alabar a Dios? Seguramente la respuesta es SÍ: amando a aquél que no considero un amigo.
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